Esperando al que nacerá

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Todos o la mayoría de los seres humanos, siempre estamos esperando algo en nuestra vida. Ya sea un mejor trabajo, salud, dinero o simplemente ver las cosas diferentes de las que están. Quienes tienen una misión espiritual de todo lo que acontece en nuestra existencia, siempre los mueve la esperanza; esa confianza de tener la seguridad de obtener una respuesta de parte de Dios a todas las situaciones e interrogantes propias de nuestra naturaleza humana.

La vida se convierte en lo que esperamos. Por eso, el empresario espera ver sus empresas dando mejores beneficios; el político, el ingeniero, en fin, todos los que tienen alguna responsabilidad en sus vidas, siempre están esperando resultados, pero obviamente, hay que iniciar un camino para lograr eso que se busca. De igual manera es la fe, los cristianos cada año esperamos con anhelo y con preparación, la llegada del Hijo de Dios, nos disponemos a centrar todo lo que somos en recibir al Salvador del mundo. Por eso, hay todo un proceso espiritual para cumplir dicho objetivo.

Ahora bien, mientras a nivel humano se espera con herramientas puramente lógicas y argumentativas, el cristiano realiza esta espera con la preparación de su corazón, con una revisión interior de su vida y sobretodo, haciendo todo un ejercicio de conversión y arrepentimiento de sus pecados. Porque Dios no puede nacer en la oscuridad, tampoco donde hay desorden y caos. El Altísimo necesita un espacio preparado, organizado y lleno de luz, ya que, si para las realidades humanas dedicamos tiempo, dinero y espacio, para la llegada del Mesías, del redentor del mundo, debe haber una mayor preparación… Es decir, para recibir el Hijo al Creador del Universo, debe existir todo un recogimiento personal y sincero.

Esperar al que nacerá, no es cualquier cosa. No es solamente una tradición, un rito ni mucho menos una costumbre para engañarnos a nosotros mismos de que el mundo, la sociedad y los seres humanos podemos ser mejores personas. Esperar, es una actitud, un cambio, un acto de esperanza y una confianza plena en Aquel que sigue amando a la humanidad. De ese que cada vez que el niño Dios nace, no solo nace en un pesebre, sino que nace en nuestras vidas, en lo más profundo de nuestro interior. Y es cuando sucede este acontecimiento, que seguimos creyendo en la compasión y en la misericordia de Dios.

En definitiva, hay que renovar nuestra actitud de esperar. Hay que volver a centrarnos en nosotros mismos, para descubrir la grandeza y el sentido celestial, lo que significa estar atento a la llegada del niño Jesús. Se trata, además, de reconocer la humildad de Dios, porque tomar la decisión de hacerse humano, siendo el Todopoderoso, es realmente el signo de amor más puro y sublime de Dios. Por eso y por otras cosas más, nunca podemos quedarnos en el pesimismo, en la derrota ni en un espíritu de amargura, sino que debemos asombrarnos y acoger al que viene a caminar con nosotros.

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