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En la República Dominicana se ha normalizado lo intolerable. La capacidad de asombro ha sido sustituida por la resignación y el conformismo, una situación particularmente grave cuando esta apatía se instala en la llamada universidad del pueblo, la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), institución que históricamente encarnó la conciencia crítica nacional y la defensa de los derechos sociales.
Hoy el país presencia hechos de extrema gravedad institucional: funcionarios condenados por corrupción, desfalcos a recursos públicos y una administración estatal que opera con altos niveles de impunidad estructural. Sin embargo, una parte considerable del cuerpo docente y administrativo de la UASD permanece en un estado de pasividad alarmante. Se tolera que el salario se diluya vía inflación, que los aportes terminen beneficiando al sistema financiero y que, al final del mes, muchos trabajadores no tengan capacidad real de ahorro ni condiciones dignas de vida.
Más preocupante aún es la incapacidad colectiva para exigir derechos básicos. No existe una lucha sostenida por una cobertura de salud integral, por la inclusión de medicamentos esenciales ni por un sistema que garantice el derecho constitucional a la salud. En cambio, se canaliza la indignación únicamente hacia aumentos salariales que terminan siendo absorbidos por el alto costo de la vida y, sobre todo, por gastos médicos que el propio seguro se niega a cubrir. Esta lógica no solo es ineficaz: es funcional al modelo de precarización laboral.
La UASD, en este contexto, ha sufrido un proceso de aburguesamiento político e ideológico. Ha dejado de ser, en muchos de sus estamentos, un sujeto colectivo de presión social para convertirse en un actor acomodado, más preocupado por beneficios coyunturales que por transformaciones estructurales. El caso de SeNaSa es una evidencia contundente de esta decadencia.
Lo ocurrido con SeNaSa no es un hecho menor ni un simple escándalo administrativo: constituye un atentado directo contra el derecho fundamental a la salud de más de siete millones de dominicanos, en su mayoría pertenecientes a los sectores más vulnerables del país. Se trata de un hecho sin precedentes en América Latina, que debería haber provocado una reacción inmediata y masiva desde las universidades, los sindicatos y la sociedad civil organizada. No obstante, el silencio ha sido la respuesta predominante.
La indiferencia social frente a este caso revela una profunda crisis ética. Mientras se vulneran derechos esenciales y se compromete la vida de millones de dominicanos, el debate público se reduce a la expectativa de un eventual “sueldo 14”, como si una compensación económica puntual pudiera sustituir la garantía de derechos sociales permanentes. Esta actitud no es ingenua: es políticamente irresponsable y moralmente reprochable.
Esta crítica puede resultar incómoda, pero es necesaria. Si incomoda, entonces interpela directamente a la conciencia de quienes, desde la docencia o la administración pública universitaria, han optado por la neutralidad frente a la injusticia. No es aceptable analizar el caso SeNaSa como un hecho aislado; forma parte de una estructura de exclusión, desigualdad y abandono estatal.
Mientras algunos aún pueden pagar consultas privadas o adquirir medicamentos, millones de dominicanos carecen incluso de lo indispensable para alimentarse. Esa realidad no puede ser ajena a una universidad que se autodefine como “del pueblo”. Callar ante este panorama no es prudencia: es complicidad pasiva.
La UASD está obligada histórica y moralmente a recuperar su rol de vanguardia crítica. Defender el derecho a la salud no es un asunto ideológico, es un imperativo constitucional y humano. Recuperar la capacidad de asombro es, en esencia, recuperar la dignidad política, la conciencia social y el compromiso con un país que no puede seguir siendo administrado desde la indiferencia y el privilegio.
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3 days ago
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