Los jóvenes intérpretes de “la música de los músicos” se enorgullecían de tenerlo en sus conciertos como solista invitado o de incorporarlo a sus descargas ocasionales.
DESDE EL LEGENDARIO CALLEJÓN de la Alegría de Santiago, donde Pedro Cacú y la familia Vásquez revolucionaron la instrumentación moderna del merengue resoplando a pulmón pleno los saxofones, llegó Tavito Vásquez (Santiago, 1928-Santo Domingo, 1995) a los 18 años a Ciudad Trujillo a ganarse un sitial en la música vernácula, en los géneros populares y en el jazz, como el mejor saxo alto de su generación. Por más de dos décadas anduve tras su huella andariega de músico trashumante y solitario, estampada en notas que todavía resuenan en bares, cafés, hoteles, clubes sociales y salas de concierto. O en los jardines amables de un hogar amante del sonido de Tavito.
En el Blues Bar de Luis Acosta Moreta, que operó en el Malecón como referente obligado de la mejor bohemia capitalina entre 1982 y 1995, se habilitó un espacio ideal para articular el arte de Tavito, haciéndolo dueño de la noche. Frente a un plácido Mar Caribe que besaba con su brizna yodada e invitaba al acercamiento de los cuerpos, se desplegaba el sonido único de unos músicos curtidos para cerrar la jornada.
Al teclado, siempre afable, Ñaño Guzmán presentando los temas desde el sintetizador. Héctor “Cabeza” de León, extraordinario trompetista y arreglista de clase internacional, aportando su talento veterano, junto a Bolívar Quiñones en el saxo tenor y la flauta. Todos acompañando a Tavito en sus destrezas en la improvisación, en esos solos maravillosos que no queríamos que terminaran.
En esa atmósfera, rompía profundo y melancólico Summertime, Gershwin de Porgy & Bess redivivo en el grave metal del saxo alto, como si fueran Ella Fitzgerald o Billie Holiday quienes respiraran sus melosas notas en los pulmones portentosos de este negro santiaguero. Cuela, misterioso, su nostalgia porteña Niebla del Riachuelo, un tango de Cadícamo y Cobián que fuera abolerado en los 50 por José Luis Moneró y la Orquesta de Rafael Muñoz, para bien. Y que hoy ha sido relanzado por Diego El Cigala en contrapunto virtuoso con el gran Bebo Valdés.
En limpia y libre ejecución, se sueltan los acordes de los temas de Sinatra, My Way (de Francois-Revaux-Paul Anka) y New York New York, épica de la ciudad de los rascacielos de la autoría de Ebb y Kander también interpretada por Tony Bennett y Liza Minnelli. Sucedía entonces que el saxofón de Tavito lo inundaba todo, penetraba cada rincón con su fuerza sonora, abrazaba los cuerpos de los parroquianos y los conjugaba en un solo haz. Y con la ayuda de los efectos lumínicos, casi nos trasladaba a otra dimensión.
Deslizaba su elegancia de fina estampa (“menudo pie la lleva por la vereda”) La Flor de la Canela (“al ritmo de sus caderas”), llenando el ambiente con su aroma fresco de mixtura de vals peruano a lo Chabuca Granda, jazzeado por Tavito. Corría libre en tropel Alma Llanera, bramando en la voz ronca del saxofón.
Se alegraba la concurrencia al son de El Martiniqueño y su pegajoso jaleo, que me llevaba en la máquina del tiempo al Club de la Juventud, a la infantil fiesta del Día de Reyes, amenizada por la Orquesta de Antonio Morel. Embullado ya, no podía contenerme y pedía a Tavito que interpretara Skokian, mi número favorito, en tiempo de calypso. Una pieza de compositor rodesiano August Msarurgwa que se instaló fuertemente en el Hit Parade en los 50 en versiones de Louis Armstrong, Bill Haley y sus Cometas, Pérez Prado, entre otros. Y que aquí Félix del Rosario arregló para Antonio Morel cuando tocaba en su orquesta.
El danzón Teléfono a larga distancia, del compositor cubano Aniceto Díaz, que difundieran en el disco Luis Arcaraz, Acerina y su Danzonera, Antonio María Romeu y otras agrupaciones, y que nuestro Luis Alberti incorporara al repertorio de su orquesta, pautaba un diálogo inteligente entre los instrumentos de viento, destacándose en la trompeta asordinada Héctor de León. Un clásico en las noches del Blues Bar.
El samba y el bossa nova se movían entre los dedos diestros y aprovechaban la inmensa caja torácica de este manso adventista, para fluir potentes y nostálgicos en Samba de Orfeo de Luis Bonfá o en A Felicidade de Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes, temas salidos de la banda sonora del film franco brasileiro Orfeo Negro. Y se aposentaban también en la gracia coqueta de Garota de Ipanema, de Tom y Vinicius.
La magia del Gato Barbieri adquiría nueva dimensión, personalísima, en la interpretación que hacía Vásquez del tema Europa, del guitarrista Carlos Santana, versionado para saxo por el argentino felino.
Para algunos, Tavito fue el Charlie Parker (apodado Bird) dominicano, por su fervor por el saxofonista negro norteamericano que desarrollara el movimiento del Bebop, conjuntamente con el trompetista Dizzy Guillespie y el pianista Thelonius Monk, desde la plataforma del Cotton Club y de Birdland. Como reacción de libertad ante los moldes musicales impuestos por la hegemonía del swing de las big bands dirigidas por blancos como Benny Goodman, Glenn Miller, Jimmy Dorsey. A Tavito esta comparación le complacía en extremo, siendo evidente la influencia de Bird en su estilo de ejecución del jazz. Otros saxofonistas que admiraba eran Lee Konitz, un revolucionario del jazz y Paul Desmond, el feliz autor de Take Five e integrante del excelente cuarteto de Dave Brubeck
Los jóvenes intérpretes de “la música de los músicos” se enorgullecían de tenerlo en sus conciertos como solista invitado o de incorporarlo a sus descargas ocasionales. En los conciertos organizados por Federico Astwood desde la década del 70, en los grupos animados por los pianistas Manuel Tejada, Jorge Taveras, Luis José Mella y Michel Camilo, en las sesiones de jazz montadas por el multinstrumentista Guillo Carías en El Bodegón de Frank Salcedo, la figura de Tavito descollaba por el dominio pleno de su arte. En los encuentros del Café Capri de la Tiradentes, liderados por el magnífico percusionista Guarionex Aquino, Vásquez aportaba el sello de veteranía a tanto talento nuevo.
Mi persecución a este músico excepcional fue incesante. Incluyó todos los ámbitos de hoteles que aprovecharon su fuerza magnética de músico de oficio. El viejo y el nuevo Jaragua, el Hispaniola, el Santo Domingo, el Sheraton, el Lina, el Embajador, el piano bar del Cervantes.
Cuando lo creí perdido, lo redescubrí solitario en el Tiffany Bar del Hotel Continental, los jueves en la noche. Entre set y set, charlábamos en el bar sobre su trayectoria en La Voz Dominicana, cuando dirigía el Conjunto Alma Criolla. Hablábamos de merengue y de jazz, así como de la influencia de éste sobre el primero en estos espacios de intercambios abiertos que brinda la música. Queriéndolo reclutar para fiestas privadas, me decía con corrección y convicción: “Yo no me alquilo sábado ni domingo. Los sábados son de Cristo y los domingos de la familia”.
Antes lo frecuentaba en El Castillo del Mar, ubicado donde hoy funciona Adrian Tropical en el Malecón. Allí se juntaba con la “Espiga de Ébano” de Rafael Colón, un juglar ejemplar todo dignidad que cubrió de gloria la pista del Patio Español del Hotel Jaragua y los registros discográficos. O lo alcanzaba en el vecino Le Café de los hermanos Read, en el Café St. Michel de la Lope de Vega o el ExQuesito de María del Carmen Defilló. Ya lo encontraba en el Mesón de Bari de Cuqui y Marisol, compartiendo con un grupo de habitué una tenida especial.
Ganándose el pan, como un obrero de su oficio, le sorprendió la Parca en el restaurant La Briciola, destrozándole el corazón en plena actuación. Yo sé que en ese momento estallaron mil Skokian sonoros. Y una escalera de saxofones, formada por saxofonistas muertos, le ayudó a ascender al cielo. “When the saints go marching in”.
En Ciclos de la Música, que se transmite cada sábado de 10 a.m. a 12 m. por la 107.7 FM, le rendimos el sábado pasado un merecido homenaje a su trayectoria de artista de raíz.
(** Note: This article was migrated from a legacy system on 7/15/2023)